miércoles, 13 de julio de 2022

¿CAFÉ?

Llevaba ya un mes con la mosca detrás de la oreja. Cada mañana, nada más levantarme de la cama, lo primero que hacía era vestirme, antes siquiera de tomarme el café de desayuno. Pero cuando me iba a poner los calcetines había una cosa que no me terminaba de cuadrar: mis pies. Aunque me hubiera duchado antes de irme a dormir, todas las mañanas me encontraba con que tenía las plantas cubiertas por un capa uniforme de polvo negro que había aparecido durante la noche. Lo primero que pensé es que mis sábanas desteñían, pero después de cambiarlas por unas nuevas, mis pies seguían igual de inexplicablemente sucios.

Daba la sensación de que me había dedicado a trepar por el conducto de la chimenea, apoyando la espalda y los pies contra la pared de ladrillo. La semana anterior había intentado comprobar si tenía la espalda llena de hollín, dando vueltas sobre mí mismo como un perro persiguiendo su propia cola. Rulfo, un verdadero experto en el tema, me miraba desde el borde de la cama sin entender nada. No tardó en unirse al juego y empezó a corretear en círculos detrás de mí. Dejé de bailar la polka con mi perro cuando me di cuenta de que así lo único que iba a conseguir era una tortícolis.

A media mañana, en la pausa para el café, mientras me masajeaba el cuello dolorido con ambas manos, me escribí una nota mental para usar el espejo del baño la próxima vez que me diera por inspeccionar si tenía restos de suciedad en mi cuerpo. Claro está, a las siete y cuarto de la mañana, las notas mentales no se han despertado todavía.

Pero cuando de verdad me di cuenta de que algo serio ocurría fue el sábado por la mañana, cuando entré en el baño y me topé con un bodegón colgado en la pared: un pescado rodeado por ocho limones que parecían haber sido desperdigados por un jugador de petanca poco experimentado. Por suerte, el cuadro me pertenecía —de lo contrario habría salido corriendo de mi casa sin mirar atrás—, pero su sitio habitual era la cocina, no encima del bidé. Nunca me ha gustado especialmente el arte, y menos aún los bodegones, pero este cuadro había sido un regalo de mi tía abuela Tula, así que no me había quedado otra que encontrarle un hueco en la pared de la cocina. Al menos me servía para tapar una mancha amarillenta con forma de cruasán que se había mudado al piso antes que yo.

Mientras devolvía el bodegón a la cocina fui elaborando una lista mental de todas las cosas que me había ido encontrando donde no correspondía durante las últimas semanas, y que había atribuido al sueño, a mi costumbre de hacer cosas pensando en las musarañas o a la actividad diurna de mi perro, que aprovechaba para hacer sus trastadas cuando yo estaba en el trabajo. El jueves había encontrado mis gafas de ver en el escritorio, perfectamente alineadas junto a los lápices, a pesar de que me gusta dejarlas en la estantería delante de los libros, donde las necesito para poder leer los títulos. El domingo por la mañana me había chocado con una lámpara de pie que de alguna forma había acabado en medio del pasillo y custodiaba, con su brazo metálico, la entrada a mi habitación. Siempre me había parecido que esa zona era muy oscura y se hacía casi imposible buscar un libro sin la ayuda de una linterna, por lo que no me sorprendió en exceso encontrar ahí la lámpara. Me dolió —en la frente, para ser más exactos— pero no me sorprendió. Supuse que la había colocado yo mismo la noche anterior, pero el caso es que no recordaba para nada haberlo hecho. Completé la lista con la montaña de cartas sin abrir que se habían trasladado de la cocina a la mesa de mi habitación, los cojines que se habían tirado a descansar en el suelo del salón, el póster de La Naranja Mecánica que había desaparecido de la pared del pasillo y otras muchas cosas que no merece la pena nombrar.

No le había dado mayor importancia a estos eventos, pero el bodegón en el baño fue la gota que colmó el vaso. Había algo perturbador en colocar una imagen de comida junto al retrete. Una idea surgió en mi cabeza, como un pequeño brote verde en medio del asfalto. “Soy sonámbulo”, pensé. Sólo podía ser eso: caminaba dormido y por las noches cambiaba las cosas de sitio. La sospecha fue creciendo según pasaban los días, hasta que una noche decidí comprobarlo. Después de cenar, me dirigí al salón y me senté en una silla, dispuesto a pasar la noche en vela. Sin embargo, tendría que haberme buscado un pasatiempo que me mantuviera entretenido, porque mis párpados no tardaron en declararse en huelga.

Me despertó un crujido. Mis ojos se abrieron antes de que yo pudiera identificar de donde provenía el sonido. Tardé un par de segundos en darme cuenta de donde me encontraba y recordar por qué estaba ahí. Oí un ruido de cacharros procedente de la cocina y me incorporé rápidamente. Caminé por el pasillo a oscuras, intentando no chocarme con nada, mientras me frotaba los ojos para desprenderme de la niebla de sueño que aún me empañaba la vista. Entreabrí la puerta despacio y eché un vistazo por la rendija. Había un hombre de espaldas, buscando algo en un armario. El chirrido de las bisagras me delató. Se giró para mirarme y pude verle la cara. Tenía la nariz un poco ladeada y estaba más peinado, pero no había duda: era yo. Él también me reconoció. Volvió la vista al armario y siguió rebuscando entre las latas.

—¿Tú tampoco puedes dormir? —me preguntó.

—¿Qué? Eh… no.

—Yo es que tenía hambre —hizo una pausa—, pero no encuentro los cereales.

—Están en el mueble de abajo, al fondo.

Yo aborrezco los cereales. No hacía mucho me había dado un impulso de nostalgia infantil y había comprado una caja de copos de maíz azucarados. Pero después de probar una cucharada los había desterrado a lo más profundo del armario, intentando borrar de mi memoria su sabor y su existencia.

Vi como extraía la caja y se servía un cuenco hasta arriba. Después lo rellenó con un chorro generoso de leche y se sentó en la mesa. Yo bostecé y me despegué del marco de la puerta en el que me había apoyado.

—¿Un café? —le ofrecí.

—No, gracias —contestó con la boca llena—. Prefiero una taza de té.

Puse agua a hervir y me serví en un vaso lo poco que quedaba en la cafetera. Me gusta el café frío. Me senté en la otra silla, enfrente de él y le observé engullir los cereales. Era la primera vez que me veía comer. Es verdad lo que me dicen siempre: al masticar parezco una vaca rumiando. 

—Así que eres tú el que me cambia las cosas de sitio —dije al cabo de un rato.

Me miró con los mofletes hinchados; parecía un niño pequeño. Se tomó su tiempo antes de tragar y hablar.

—No. Eres tú el que me las cambia a mí.

No supe que contestar. Me limité a darle un par de sorbos al café. 

—Te parecerá una tontería… —empecé.

—Probablemente.

—… pero pensaba que era sonámbulo— sonreí.

—Tú no sé, pero yo sí.

—¿Eres sonámbulo? —me extrañé.

—Sólo de noche.

El vapor había empezado a salir de la tetera, así que se levantó para apagar el fuego. Intenté verle las plantas de los pies; tenía una sospecha que confirmar.

—¿Dónde has puesto el té?

—Está encima del frigorífico —le señalé—, junto a las galletas.

—¿Y qué demonios hace ahí?

—Me parece un sitio muy apropiado —me encogí de hombros.

—Apropiadísimo —se rió—. Como las gafas que pones delante de los libros para que se caigan cuando sacas uno, ¿no? O la lámpara que tenías al lado de la ventana donde no hace ninguna falta, mientras el pasillo parece la boca del lobo, que da hasta miedo. ¿Y qué me dices de las cartas que tienes ahí amontonándose y cogiendo polvo? ¿O esos cojines que cubren el sofá? Que es que es imposible sentarse porque todo está ocupado por los cojines. Y del póster ese ni me hables, qué película más horrible, por Dios bendito. Además, ¿a quién rayos se le ocurre poner celo en el gotelé?

—Es mi película favorita— refunfuñé.

Me miró casi con lástima. Terminó de hacerse su té y se sentó. Sujetaba la taza con las dos manos y dejaba que el vapor le empapara el rostro. Yo no soporto las bebidas calientes, y tampoco recordaba haber comprado esa taza. Agarré el periódico del día anterior, que coronaba la torre de papeles al lado del tostador y lo abrí por la sección de economía.

—¿Me pasas las páginas de cultura?

Separé las hojas que me pedía y se las di. Sonrió como un niño que ha recibido para su cumpleaños el juguete que quería. Dobló el papel por la mitad, lo puso sobre la mesa y se inclinó sobre él. Yo prefería sujetarlo abierto frente a mí. Estuvimos un rato leyendo en silencio, hasta que una duda me asaltó.

—¿Dónde está Rulfo?

—Nunca me han gustado los perros, deberías comprarte un gato —contestó mientras se levantaba de la silla—. Lo he encerrado en el baño, acuérdate de abrirle antes de acostarte. 

Asentí mientras le miraba fregar sus cacharros y volverlos a colocar en su sitio.

—Bueno —terminó de secarse las manos—, me voy a dormir.

—Yo me voy a quedar leyendo un rato más.

Recorrí con la mirada la pared de la cocina hasta llegar al bodegón, que se mantenía firme en la pared como si no se hubiera movido nunca de ahí. Me asaltó otra duda. Su mano ya estaba en el pomo de la puerta cuando le detuve.

—Espera un segundo. Lo que me has dicho antes de las gafas, la lámpara, los cojines y todo eso está muy bien, pero ¿y el cuadro? ¿Qué sentido tenía poner el bodegón en el baño.

—¿Sentido? —sonrió—. Ninguno.

Y la puerta se cerró tras él.

viernes, 23 de septiembre de 2016

AEROP-ENAP

Se despertó en su crisálida. Los dieciséis ojos, repartidos a mansalva a lo largo de su cara se abrieron perezosamente. Apartando lentamente las capas de seda cubiertas de barro Aerop-Enap salió de su capullo y saltó desde lo alto del árbol de Plaza España. Estiró las ocho patas peludas, que tenía algo entumecidas, se frotó los ojos con fuerza y crujió los músculos del cuello. El siniestro ser lanzó un rugido ronco hacia el cielo: se había quedado dormida en mala postura. Miró a su alrededor. Llevaba 30 años durmiendo; era hora de ir de compras. La tenebrosa mujer araña comenzó a subir por Gran Vía, llevándose por delante farolas y quioscos, con el típico aturdimiento de alguien que se acaba de despertar. La gente se alejaba nada más verla, igual que evitaban a los gordos que salían de los restaurantes de comida basura. Al llegar a la mitad de la calle, Aerop-Enap vio con seis de sus rojos ojos un cartel luminoso: “Clínica estética de depilación”. Decidió que se acercaría después; los pelos de sus piernas amenazaban con desgarrar las medias. Pero siguió andando, cruzó la carretera -aplastando algún que otro coche- y llegó a Callao, donde se sacudió tres papeleras, dos chihuahuas y un hombre anuncio que se le habían quedado enganchados en las patas. Entró en El Corte Inglés sin hacer caso al hombre que había dejado caer las bolsas de la compra y ahora huía despavorido y saltó sobre las escaleras mecánicas, quedándose encajada en ellas, como un gato gordo en un frutero. Se dejó elevar hasta la planta cuatro: “Zapatería”. La cara de la dependienta cuando vio a esa gran masa gorda y peluda de ocho patas, cubierta por un vestido de lunares rojos, habría dejado al cuadro de El Grito en ridículo. Pero era su primer día y no quería quedar como una tonta ante sus jefes que seguro estaban más que acostumbrados a ese tipo de clientes, así que saltó de detrás del mostrador y se acercó a la mujer araña.
-Buenos días señora, ¿en qué puedo ayudarla?- preguntó con una gran sonrisa en la cara.
-Yo acabarrr de despertarrrrr y quererrrr comprar zapatos.
-Pues está usted en el sitio perfecto- la dependienta forzó tanto la sonrisa que los músculos de su cara empezaron a temblar.
-Yo ya saberrr, sino no haberrr venido, estúpida.
-Jejejeje -rió nerviosa la chica- bueno, a ver dígame, ¿que talla tiene usted?
-¿En qué pie?
-Ehm…esto… bueno, pues dígame todas la tallas.
-Verrrá, en pie derrecho 1 talla 42, en pie derrecho 2 talla 51, en pie derrecho 3 talla 37, en pie…
-Bueno, bueno, pare ahí -la interrumpió- con eso nos vale de momento. Vamos a buscar algunos zapatos, ¿que clase de calzado quiere?
-Calzado parrra pies.
La dependienta cerró los ojos y suspiró. Se frotó la sien con los dedos e intentó mantener la calma. Esbozó, no su mejor, pero sí la única sonrisa que podía alguien esbozar en un momento así y habló.
-Lo imaginaba, ¿pero quiere usted zapatos formales, deportivas, sandalias, zapatos de tacón…?
-Uno de cada.
En ese momento fue cuando la sonrisa de la dependienta se esfumó de su cara para siempre. Escogió una bota de tacón de un estante y se la entregó a la mujer araña.
-¿Usted estúpida? -gritó la gran araña- ¿Cómo pretender que yo pongo zapato de prrrostituta?
-Eh, pero bueno, no son tan malos. Seguro que le quedan muy bien. 
La dependienta miró hacia sus pies para comprobar el calzado que llevaba ese día: unas botas de tacón muy similares a las que acababa de ofrecer a su cliente. Sus dientes empezaron a castañearle de la irritación y el ojo izquierdo se le cerraba y abría en un tic nervioso.
-Yo no querrerr. Tú darr otra cosa a mí, humana estúpida..
La dependienta, en un ataque de locura, comenzó a agarrar zapatos de los estantes y lanzárselos a la mujer araña, que, con sus ocho patas, los iba agarrando todos, demostrando muy buenos reflejos.
-¡Tome!, llévese los que quiera- gritó la dependienta- pero no vuelva nunca más.
Y dicho esto se fue indignada a presentar su dimisión.
Aerop-Enap la vio marchar mientras sus tres filas de dientes se curvaban en una sonrisa de satisfacción.
-Grrraciassss
La mujer araña salió con un zapato distinto en cada pie: una bailarina, un zueco, un zapato de caballero, una bota negra con pinchos…
Y vestida de esta guisa se encaminó cojeando a la tienda de gafas. 

jueves, 22 de noviembre de 2012

BEATRIZ Y LOS ASTRONAUTAS

 El otro día fui a casa de mi amiga Matilde. Ella es rica y por eso tiene televisión. Yo no tengo porque no soy rica. La televisión es una caja en la que hay personas chiquitas que hablan. No se como las meten ahí dentro. Matilde y yo la estuvimos viendo. Vimos  un reportaje de astronautas. Los astronautas son personas que se visten con ropas raras y hacen turismo a otros planetas. Si un astronauta se va de vacaciones, pues por ejemplo a la luna, sale en la televisión. Yo no voy mucho de vacaciones, pero cuando voy no salgo en la tele.

También existe el sol. El sol es la estufa de los astronautas. Cuando tienen frío cogen su nave y se van allí. A veces la encienden demasiado y llega un poco aquí, a la Tierra. Pero los astronautas deben de ser muy frioleros, porque en la Tierra en verano hace calor, así que no sé cómo hará allí arriba. Otra de las cosas que da el sol es luz. Mi papá que está preso político cuando me manda cartas siempre dice que le gustaría ver la luz del sol. Yo no sé que quiere decir, porque a Libertad, su prisión, le llega la luz. Yo creo que lo que pasa es que mi papá quiere ser astronauta.

ANDREA, LA ROJA

 -Andrea, ¡baja ya a desayunar! Tengo algo importante que decirte

Una chica de pelos marrones con un pijama rojo se revolvió en la cama con sueño.
-Mmmhhh ya…aaaa… voy- bostezó mientras buscaba las zapatillas de felpa roja que debían estar en alguna parte del suelo. Como al final no las encontró bajó descalza.
Andrea entró en la cocina y se sentó en la mesa. Cogió la caja de cereales y se echó unos en su bol de cerámica roja.
-¿Qué tenías que decirme?
-Ah, sí… es verdad- contestó su madre despistada- mira, tengo que irme a trabajar y no puedo hacerlo yo, pero como tú tienes fiesta hoy..., bueno, tienes que ir al bosque que está a las afueras de la ciudad, ya sabes, dónde vive mi madr… es decir, la abuela y llevarle esta cesta. Tiene unos bollos caseros y medicinas para su enfermedad. Ah, y ya sabes, en este bosque hay muchos animales salvajes, y algunas personas indeseables. Pero si vas por el camino de tierra no se acercaran a ti. De todas formas, ten el teléfono a mano por si ocurre algo.
-Claro mamá, lo que sea por la abuela.
  
Y allí estaba ella, media hora después bajando las escaleras del portal de su casa. Vestía con un vestido de algodón rojo, y unas botas altas de cuero rojizo hasta la rodilla. Era invierno, y en esa parte de Francia solía hacer mucho frío, por eso llevaba también un abrigo grueso de color rojo y un gorro del mismo color, que precisamente, le había hecho su abuela.
Andrea cogió el autobús cerca de su casa. Se sabía de memoria el camino hacia casa de su abuela. Lo había hecho millones de veces. Cada tres meses le llevaba medicinas que compraba su madre, ya que no podía moverse hasta la ciudad. Hacía unos años, después de jubilarse, su abuela se había comprado una casa en el bosque, ya que el médico le había dicho que se fuera a vivir al campo porque el aire puro le haría bien a sus pulmones. Andrea siempre había odiado ese vicio de su abuela por fumar, pero por fin ahora habían conseguido que lo dejara.
Cuando llegó a su parada se bajó del autobús y camino por el borde del río Loira durante un rato. Fue a un quiosco cercano y compró el periódico. A su abuela le gustaba estar informada, y por eso se podía tirar horas hablando por teléfono con su nieta, a quién adoraba, quejándose de lo aburrida que era su vida, y lo que echaba de menos el bullicio de la ciudad.
La chica llegó a los límites de la metrópoli y entró en el bosque. De pronto todo el ruido de los coches, la gente hablando y demás desapareció por completo. Ya solo se oía el trino de los pájaros y el silbido del viento pasando a través de los árboles. Andrea empezó a caminar, amaba ese bosque. Parecía el extracto de un mundo maravilloso, pues incluso en invierno había flores. Y precisamente se agachó a recoger unas pocas para dárselas a su abuela, así daría un poco de olor a esa pestilente habitación en la que dormía.
Estaba tan tranquila paseando cuando de repente un hombre barbudo salió de detrás de un árbol y le sonrío con una dentadura ausente. Parecía un mendigo de esos que se refugiaban en el bosque para dormir. Esos de los que su madre le había prevenido tantas veces. Pero Andrea no pensaba en eso, sentía pena por aquel hombre. Y ese intento de sonrisa le había llenado el corazón de esperanza.
<<Qué peludo es este hombre, tiene todo el cuerpo cubierto de pelos>>
-Hola chica, ¿Qué ha llevado a una chica tan guapa como tú a entrar en este bosque tan peligroso, lleno de fieras que podrían arrancarte los ojos por una cesta con tan buen olor?
-Eh…verá usted señor. Yo… voy a casa de su abuela, y en esta cesta tengo medicamentos y bollos caseros para ella.
-Mmmm, si no fuera tan buena persona te robaría uno de esos apetitosos bollos- comentó mientras se relamía los labios.- Por cierto, ¿dónde vive tu abuela?
-En el bosque, tiene una casa en un claro
-Ah, sí, ya me acuerdo, mi cueva está por ahí cerca.
-Bueno, ha sido un placer conocerle señor, pero será mejor que me vaya. Debo volver antes de que amanezca.
-Puedo ayudarte en eso, ves este cruce, tú siempre vas por el camino de la izquierda, ¿verdad?
-Sí, es el único camino que conozco
-Verás, el de la derecha es un atajo que te llevará en la mitad de tiempo.
-Me gustaría utilizarlo, pero es que tengo un poco de miedo ir sola, ¿no podría usted venir conmigo? Además, seguro que usted, como es un adulto puede darle una charla más interesante a mi abuela. No creo que le importe que se quede a merendar.
-Lo siento mucho guapa, es que tengo que pasar por mi cueva para coger una cosa y no puedo acompañarte porque se va por el camino de la izquierda. Pero si quieres nos vemos allí, sólo que tendrás que esperarme, porque ya sabes, voy a tardar más.
-Está bien, bueno, adiós
Andrea emprendió el camino por el sendero de la derecha, y el hombre fue por el de la izquierda. Le había dicho a la niña que era más corto, pero en realidad le había mentido. Ella tardaría más que él. Sin embargo, el hombre quiso asegurarse, y fue corriendo. Cuando llegó a la casa de su abuela llamó al timbre y esperó.
-¿Quién es?- preguntó una voz anciana en algún lugar de la gran mansión.
El hombre puso la voz más aguda que pudo y contestó:
-Soy yo, tu nieta
-¿Y por qué tienes esa voz tan rara?
-Es que he venido corriendo, y estoy jadeando.
-Está bien, pasa.
Se oyó un pitido y la puerta se abrió.
El hombre entró, dejó la puerta abierta, y se puso a rebuscar por todas las habitaciones. Encontró a la abuela tumbada en la cama leyendo. Sin que ella le viera, cogió una manta que había en el suelo, y tapó a la anciana para que no pudiera gritar. La sacó de la cama, la metió en el armario, y cerró con llave. Luego, rápidamente, antes de que viniera Andrea, cogió un camisón, se metió unos cojines de relleno, se maquilló como una mujer, se puso una peluca que había cogido de su cueva, un gorro de dormir y se tumbó en la cama con el libro.
Un rato después llegó Andrea. No vio al hombre, y pensó que aún no había llegado. Al ver la puerta abierta entró y fue al dormitorio de su abuela para esperarle allí.
-Hola abu- exclamó mientras se acercaba a darle un beso.
-No, no, no te acerques, estoy enferma y no quiero contagiarte nada.
-Um, vaya, ojala te mejores pronto. Por cierto. Te he traído unas medicinas y unos bollos caseros que ha hecho mi madre para ti.
-Qué amable por su parte…
-Oye abu, tienes el pelo más oscuro que antes, ¿no?
-Sí es que me lo he teñido para parecer más joven, ¿Te gusta?
-Sí, te sienta mucho mejor. Pero abu, ¿por qué estás tan mal maquillada?
-Es que se ha ido la luz, y lo he tenido que hacer casi a oscuras- repuso el hombre maldiciendo ser tan mal maquillador.
Oye abu, ¿por qué no tienes dientes en la boca?
-Es que he perdido la dentadura postiza.
-Pero abu, abu, ¿Por qué tienes la cara tan peluda?- preguntó la niña tímidamente.
-En realidad siempre la tengo así. Pero se me ha roto la maquinilla y no he podido afeitarme.
<<¡Ughhh!- pensó Andrea asqueada.>> Pero de pronto vio algo que brillaba en la mano de su supuesta abuela y empezó a temblar.
-A…a..abu… abu…, ¿po..po..por qué ti..ti enes un cu..cu..chillo afi..filado en la mano? Preguntó mientras daba pequeños pasos hacia atrás.
-De pronto el hombre que había estado disfrazado de su abuela se levantó de golpe de la cama, se abalanzó cuchillo en mano hacia Andrea y…
Horas después llegó la policía. Entraron en la habitación. La escena era terrible: una abuela recién rescatada del armario, una madre de rodillas llorando desconsolada sujetando entre sus brazos el cuerpo inerte de una joven de doce años. La sangre le empapaba el vestido, las manos, y las tablas del suelo cercanas. El arma homicida, un cuchillo con empuñadura de madera reposaba en el suelo a unos metros con la hoja metálica manchada de sangre. Nadie se había atrevido a tocarlo. En una esquina, todavía goteando algo de sangre, se hallaba la cabeza de una niña que un día había ido a visitar a su abuela sin que nadie se hubiera imaginado nunca lo que le deparaba el futuro.







VIOLETA PASEA POR GRAN VÍA

 

Llegué ayer a España por la noche. Como estaba muy cansada, llamé a un taxi que me dejó en la puerta de mi piso alquilado. Ahora salgo a pasear, voy brincando contenta como una corderita en los prados de mi pueblo. La gente me mira con cara rara, en Alemania nadie me mira mal cuando ando así. Veo dos jirafas de madera en una tienda. Me recuerdan a mi tía Dorotea. Por cierto, la gente de España es muy rara, cada una habla un idioma distinto, pero ninguno es alemán. De repente me doy cuenta. ¿Dónde estoy? Solo se que estoy sola. Ojalá Jaime estuviera aquí conmigo, pero claro, tiene que ir a no se donde, a hacer no se qué, y no puede venir conmigo a España.
Así que estoy sola, no tengo ni idea de donde estoy, ni de cómo volver a mi piso, y para colmo nadie en este país habla mi maldito idioma.
A ver, tengo que tranquilizarme. Hay un chico y una chica paseando abrazados. ¡Qué bonito debe ser andar con tu novio en tu propio país, sabiendo como llegar a tu casa! Me saco una manzana del bolso y empiezo a mordisquearla nerviosa. En un cartel veo el dibujo de un león. Sí, ese lo había visto antes de salir de casa. Cruzo el paso de cebra saltando contenta, ya se donde estoy. Me paro en la tienda de zapatos que hay al lado. Piel de cocodrilo. Qué feos y horteras. Y sobre todo ¡Qué estúpidamente caros! Miro el escaparte de al lado, umm, mejor. Móviles, ojala tuviera esa blackberry. Se la pediré a Jaime por mi cumple. Vuelvo corriendo a mi piso a llamarle y contarle mi amarga experiencia. No me gusta España. Estos han sido los peores quince minutos de mi vida. Pienso quedarme la semana entera quemando naranjas sin moverme de casa.

LA MANSIÓN DE LA ESPERANZA

 



La noche oscura te envuelve. Llueve. Te estás muriendo de frío y darías cualquier cosa por una bebida caliente, un plato de comida y un sitio donde dormir. Tras deambular un buen rato entre los árboles das con dos grandes puertas de madera. Una gigantesca mansión algo siniestra se impone ante ti. Ves un llamador con forma de cabeza de león. Golpeas tres veces. Nadie llega. Vuelves a llamar. Nada. Empujas la puerta. Está abierta. Decides entrar. Un chirrido acompaña al golpeteo de las gotas de agua. Cierras la puerta y miras alrededor. Estás a oscuras. Únicamente la luz de la luna entrando por un gran ventanal ilumina la estancia. Hay telarañas por todas partes. Está claro que la casa está deshabitada. Cuelgas tu abrigo empapado en un perchero y empiezas a rebuscar por los cajones de una gran cómoda. El único mueble de toda la sala. Encuentras una vela, una palmatoria, una caja de cerillas y una llave algo oxidada. Enciendes la vela y te guardas la llave en el bolsillo. Subes por unas grandes escaleras. La barandilla está llena de polvo. Una vez arriba miras en todas las habitaciones en busca de una cama. Todos los muebles están tapados por sábanas, y la única cama que encuentras no tiene colchón. De pronto, por la rendija de una puerta entreabierta, ves algo brillando. Empujas la puerta y entras. Encima de una mesa hay un cofre de madera con remaches metálicos que reluce con luz propia. Parece antiguo. Tiene una cerradura oxidada por los laterales. Posas la palmatoria en la mesa y pruebas suerte con la llave que tienes en el bolsillo. Encaja perfectamente. La giras dos veces y lo abres.
¿Qué hay dentro de ese cofre?

VIOLETA EN CASA DE SU AMIGA

 



Ding, dong. Violeta llamó al timbre del portal. Había quedado con una amiga. Era viernes por la tarde. Esperaba llegar a su casa a tiempo para quemar naranjas. Tenía preparada una obra de teatro con naranjas en las que se hacían hogueras enormes para matar brujas. Le abrieron la puerta, en las escaleras había un cartel que ponía “Escalera en mantenimiento. Usar el ascensor” No, no, no y no. No pensaba usar el ascensor, desde aquella vez con cinco años, cuando se había quedado encerrada cinco horas en uno, no había vuelto a usar uno de esos armarios diabólicos, y menos sola. Llamó a su amiga, y le dijo que bajara, que no podía subir sola. Su amiga estaba ocupada ¡Puff! Lentamente se acercó a la terrible puerta metálica, y temblando pulsó el botón. No tardó en llegar. Las puertas se abrieron con un sonido que hizo que se le erizaran todos los pelos del cuerpo. Entro sin prisa y pulsó el botón del piso adecuado, dios mío, era el séptimo. Las puertas se cerraron, y la caja empezó a subir. Cerró los ojos, agarró su bolso morado y se mordió el labio inferior. En cada piso un pitido le sacaba una lágrima de pánico. Al fin llegó arriba. Salió corriendo, aún temblando y llamó a la puerta de la casa. Se secó las lágrimas con la manga antes de que le abrieran. En cuento entró ahogó un grito. La casa estaba impoluta y ordenada. Parecía como si acabase de comprar la casa y todos los muebles hubieran sido puestos minutos antes.
Intentó tranquilizarse y se sentó en el incómodo sofá. Estuvieron hablando durante horas, bueno, en realidad solo hablaba Patricia, pero Violeta no estaba escuchando, no le importaba cuanto le habían costado los zapatos que llevaba, o lo con quien se había tenido un hijo la peluquera del barrio. Era demasiado superficial para ella. Miró el reloj. Chilló histérica. Se le había pasado la hora de quemar naranjas. Loca como estaba cogió una manzana de su bolso y se la lanzó a Patricia a la cara. Esta cayó al suelo inconsciente y sangrando. Le quitó los zapatos -sería superficial, pero eran bonitos- Y se fue corriendo. Bajó por las escaleras, pero se resbaló con la pintura fresca. Se dio contra un escalón y se desmayó. Cuando despertó, minutos después, tenía una araña enorme y peluda sobre la cara. Aulló como una descosida, la agarró y la lanzó lejos. Se fue corriendo a su casa. 
No podía seguir en el país, seguro que Patricia la demandaba. Lanzó un dardo a su mapamundi, y este dio en Mykonos, Grecia. Compró por Internet un billete de avión a ese sitio, escribió una carta dramática a su exnovio Jaime, que estaba a punto de casarse. Hizo la maleta con las cosas imprescindibles que necesitaría para rehacer su vida y fue al aeropuerto lo más rápido que pudo. Acababa de fastidiar su vida en menos de tres horas.