Llevaba ya un mes con la mosca detrás de la oreja. Cada mañana, nada más levantarme de la cama, lo primero que hacía era vestirme, antes siquiera de tomarme el café de desayuno. Pero cuando me iba a poner los calcetines había una cosa que no me terminaba de cuadrar: mis pies. Aunque me hubiera duchado antes de irme a dormir, todas las mañanas me encontraba con que tenía las plantas cubiertas por un capa uniforme de polvo negro que había aparecido durante la noche. Lo primero que pensé es que mis sábanas desteñían, pero después de cambiarlas por unas nuevas, mis pies seguían igual de inexplicablemente sucios.
Daba la sensación de que me había dedicado a trepar por el conducto de la chimenea, apoyando la espalda y los pies contra la pared de ladrillo. La semana anterior había intentado comprobar si tenía la espalda llena de hollín, dando vueltas sobre mí mismo como un perro persiguiendo su propia cola. Rulfo, un verdadero experto en el tema, me miraba desde el borde de la cama sin entender nada. No tardó en unirse al juego y empezó a corretear en círculos detrás de mí. Dejé de bailar la polka con mi perro cuando me di cuenta de que así lo único que iba a conseguir era una tortícolis.
A media mañana, en la pausa para el café, mientras me masajeaba el cuello dolorido con ambas manos, me escribí una nota mental para usar el espejo del baño la próxima vez que me diera por inspeccionar si tenía restos de suciedad en mi cuerpo. Claro está, a las siete y cuarto de la mañana, las notas mentales no se han despertado todavía.
Pero cuando de verdad me di cuenta de que algo serio ocurría fue el sábado por la mañana, cuando entré en el baño y me topé con un bodegón colgado en la pared: un pescado rodeado por ocho limones que parecían haber sido desperdigados por un jugador de petanca poco experimentado. Por suerte, el cuadro me pertenecía —de lo contrario habría salido corriendo de mi casa sin mirar atrás—, pero su sitio habitual era la cocina, no encima del bidé. Nunca me ha gustado especialmente el arte, y menos aún los bodegones, pero este cuadro había sido un regalo de mi tía abuela Tula, así que no me había quedado otra que encontrarle un hueco en la pared de la cocina. Al menos me servía para tapar una mancha amarillenta con forma de cruasán que se había mudado al piso antes que yo.
Mientras devolvía el bodegón a la cocina fui elaborando una lista mental de todas las cosas que me había ido encontrando donde no correspondía durante las últimas semanas, y que había atribuido al sueño, a mi costumbre de hacer cosas pensando en las musarañas o a la actividad diurna de mi perro, que aprovechaba para hacer sus trastadas cuando yo estaba en el trabajo. El jueves había encontrado mis gafas de ver en el escritorio, perfectamente alineadas junto a los lápices, a pesar de que me gusta dejarlas en la estantería delante de los libros, donde las necesito para poder leer los títulos. El domingo por la mañana me había chocado con una lámpara de pie que de alguna forma había acabado en medio del pasillo y custodiaba, con su brazo metálico, la entrada a mi habitación. Siempre me había parecido que esa zona era muy oscura y se hacía casi imposible buscar un libro sin la ayuda de una linterna, por lo que no me sorprendió en exceso encontrar ahí la lámpara. Me dolió —en la frente, para ser más exactos— pero no me sorprendió. Supuse que la había colocado yo mismo la noche anterior, pero el caso es que no recordaba para nada haberlo hecho. Completé la lista con la montaña de cartas sin abrir que se habían trasladado de la cocina a la mesa de mi habitación, los cojines que se habían tirado a descansar en el suelo del salón, el póster de La Naranja Mecánica que había desaparecido de la pared del pasillo y otras muchas cosas que no merece la pena nombrar.
No le había dado mayor importancia a estos eventos, pero el bodegón en el baño fue la gota que colmó el vaso. Había algo perturbador en colocar una imagen de comida junto al retrete. Una idea surgió en mi cabeza, como un pequeño brote verde en medio del asfalto. “Soy sonámbulo”, pensé. Sólo podía ser eso: caminaba dormido y por las noches cambiaba las cosas de sitio. La sospecha fue creciendo según pasaban los días, hasta que una noche decidí comprobarlo. Después de cenar, me dirigí al salón y me senté en una silla, dispuesto a pasar la noche en vela. Sin embargo, tendría que haberme buscado un pasatiempo que me mantuviera entretenido, porque mis párpados no tardaron en declararse en huelga.
Me despertó un crujido. Mis ojos se abrieron antes de que yo pudiera identificar de donde provenía el sonido. Tardé un par de segundos en darme cuenta de donde me encontraba y recordar por qué estaba ahí. Oí un ruido de cacharros procedente de la cocina y me incorporé rápidamente. Caminé por el pasillo a oscuras, intentando no chocarme con nada, mientras me frotaba los ojos para desprenderme de la niebla de sueño que aún me empañaba la vista. Entreabrí la puerta despacio y eché un vistazo por la rendija. Había un hombre de espaldas, buscando algo en un armario. El chirrido de las bisagras me delató. Se giró para mirarme y pude verle la cara. Tenía la nariz un poco ladeada y estaba más peinado, pero no había duda: era yo. Él también me reconoció. Volvió la vista al armario y siguió rebuscando entre las latas.
—¿Tú tampoco puedes dormir? —me preguntó.
—¿Qué? Eh… no.
—Yo es que tenía hambre —hizo una pausa—, pero no encuentro los cereales.
—Están en el mueble de abajo, al fondo.
Yo aborrezco los cereales. No hacía mucho me había dado un impulso de nostalgia infantil y había comprado una caja de copos de maíz azucarados. Pero después de probar una cucharada los había desterrado a lo más profundo del armario, intentando borrar de mi memoria su sabor y su existencia.
Vi como extraía la caja y se servía un cuenco hasta arriba. Después lo rellenó con un chorro generoso de leche y se sentó en la mesa. Yo bostecé y me despegué del marco de la puerta en el que me había apoyado.
—¿Un café? —le ofrecí.
—No, gracias —contestó con la boca llena—. Prefiero una taza de té.
Puse agua a hervir y me serví en un vaso lo poco que quedaba en la cafetera. Me gusta el café frío. Me senté en la otra silla, enfrente de él y le observé engullir los cereales. Era la primera vez que me veía comer. Es verdad lo que me dicen siempre: al masticar parezco una vaca rumiando.
—Así que eres tú el que me cambia las cosas de sitio —dije al cabo de un rato.
Me miró con los mofletes hinchados; parecía un niño pequeño. Se tomó su tiempo antes de tragar y hablar.
—No. Eres tú el que me las cambia a mí.
No supe que contestar. Me limité a darle un par de sorbos al café.
—Te parecerá una tontería… —empecé.
—Probablemente.
—… pero pensaba que era sonámbulo— sonreí.
—Tú no sé, pero yo sí.
—¿Eres sonámbulo? —me extrañé.
—Sólo de noche.
El vapor había empezado a salir de la tetera, así que se levantó para apagar el fuego. Intenté verle las plantas de los pies; tenía una sospecha que confirmar.
—¿Dónde has puesto el té?
—Está encima del frigorífico —le señalé—, junto a las galletas.
—¿Y qué demonios hace ahí?
—Me parece un sitio muy apropiado —me encogí de hombros.
—Apropiadísimo —se rió—. Como las gafas que pones delante de los libros para que se caigan cuando sacas uno, ¿no? O la lámpara que tenías al lado de la ventana donde no hace ninguna falta, mientras el pasillo parece la boca del lobo, que da hasta miedo. ¿Y qué me dices de las cartas que tienes ahí amontonándose y cogiendo polvo? ¿O esos cojines que cubren el sofá? Que es que es imposible sentarse porque todo está ocupado por los cojines. Y del póster ese ni me hables, qué película más horrible, por Dios bendito. Además, ¿a quién rayos se le ocurre poner celo en el gotelé?
—Es mi película favorita— refunfuñé.
Me miró casi con lástima. Terminó de hacerse su té y se sentó. Sujetaba la taza con las dos manos y dejaba que el vapor le empapara el rostro. Yo no soporto las bebidas calientes, y tampoco recordaba haber comprado esa taza. Agarré el periódico del día anterior, que coronaba la torre de papeles al lado del tostador y lo abrí por la sección de economía.
—¿Me pasas las páginas de cultura?
Separé las hojas que me pedía y se las di. Sonrió como un niño que ha recibido para su cumpleaños el juguete que quería. Dobló el papel por la mitad, lo puso sobre la mesa y se inclinó sobre él. Yo prefería sujetarlo abierto frente a mí. Estuvimos un rato leyendo en silencio, hasta que una duda me asaltó.
—¿Dónde está Rulfo?
—Nunca me han gustado los perros, deberías comprarte un gato —contestó mientras se levantaba de la silla—. Lo he encerrado en el baño, acuérdate de abrirle antes de acostarte.
Asentí mientras le miraba fregar sus cacharros y volverlos a colocar en su sitio.
—Bueno —terminó de secarse las manos—, me voy a dormir.
—Yo me voy a quedar leyendo un rato más.
Recorrí con la mirada la pared de la cocina hasta llegar al bodegón, que se mantenía firme en la pared como si no se hubiera movido nunca de ahí. Me asaltó otra duda. Su mano ya estaba en el pomo de la puerta cuando le detuve.
—Espera un segundo. Lo que me has dicho antes de las gafas, la lámpara, los cojines y todo eso está muy bien, pero ¿y el cuadro? ¿Qué sentido tenía poner el bodegón en el baño.
—¿Sentido? —sonrió—. Ninguno.
Y la puerta se cerró tras él.