Llegué ayer a España por la noche. Como estaba muy cansada, llamé a un taxi que me dejó en la puerta de mi piso alquilado. Ahora salgo a pasear, voy brincando contenta como una corderita en los prados de mi pueblo. La gente me mira con cara rara, en Alemania nadie me mira mal cuando ando así. Veo dos jirafas de madera en una tienda. Me recuerdan a mi tía Dorotea. Por cierto, la gente de España es muy rara, cada una habla un idioma distinto, pero ninguno es alemán. De repente me doy cuenta. ¿Dónde estoy? Solo se que estoy sola. Ojalá Jaime estuviera aquí conmigo, pero claro, tiene que ir a no se donde, a hacer no se qué, y no puede venir conmigo a España.
Así que estoy sola, no tengo ni idea de donde estoy, ni de cómo volver a mi piso, y para colmo nadie en este país habla mi maldito idioma.
A ver, tengo que tranquilizarme. Hay un chico y una chica paseando abrazados. ¡Qué bonito debe ser andar con tu novio en tu propio país, sabiendo como llegar a tu casa! Me saco una manzana del bolso y empiezo a mordisquearla nerviosa. En un cartel veo el dibujo de un león. Sí, ese lo había visto antes de salir de casa. Cruzo el paso de cebra saltando contenta, ya se donde estoy. Me paro en la tienda de zapatos que hay al lado. Piel de cocodrilo. Qué feos y horteras. Y sobre todo ¡Qué estúpidamente caros! Miro el escaparte de al lado, umm, mejor. Móviles, ojala tuviera esa blackberry. Se la pediré a Jaime por mi cumple. Vuelvo corriendo a mi piso a llamarle y contarle mi amarga experiencia. No me gusta España. Estos han sido los peores quince minutos de mi vida. Pienso quedarme la semana entera quemando naranjas sin moverme de casa.
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