Era invierno. El solitario limonero del centro del claro lloraba desconsolado al ver que nada podría hacer contra su desdichada existencia. Condenado a no poder moverse, fuertemente aferrado al suelo. Sin rostro, ni tan siquiera era capaz de mostrar emociones, no podía hablar, no podía expresarse; sus lágrimas no eran más que la nieve derretida que caía por su tronco, lo que no hacía más que aumentar su tristeza. El no poder exteriorizar sus sentimientos era demasiado para él. Ansiaba tanto ser humano…
De pronto vio algo. Un niño pequeño jugaba con las hojas del suelo y dibujaba en la nieve. Al girar la cabeza en su dirección vio el limonero, y fue corriendo hasta él. Tomó un limón de una rama, y lentamente fue acercándoselo a la boca, tenía miedo de que fuera venenoso. Claramente nunca había probado un limón, pero el árbol estaba seguro de que no tardaría en escupirlo por su sabor ácido.
El limonero no podía consentirlo, estaba afligido por su desgracia, pero no quería que aquel niño sufriera. Juntó toda su fuerza en una rama y consiguió moverla lo suficiente para tirar el limón al suelo, apenas rozando la mano del niño. El chiquillo estaba aterrorizado, y se fue corriendo, huyendo de aquel extraño árbol que parecía estar vivo.
Del limón empezó a salir un extraño líquido verde reluciente, que pronto llegó a las raíces del árbol. Asustado, se encogió, pues pensaba que era veneno. Pero estaba equivocado. Lentamente el limonero empezó a transformarse. Las raíces emergieron de la tierra, y se reunieron en dos grupos que se fueron trenzando hasta convertirse en pies. La parte baja del tronco se dividió en dos, formando así las piernas. Las dos ramas más grandes se encogieron y doblaron hacia delante, hasta que no fueron más que dos brazos que colgaban a ambos lados del cuerpo. La frondosa copa fue disminuyendo de tamaño hasta conformar una proporcionada cabeza en la que el ramaje enrevesado modelaba los intricados rasgos de un hombre. Las hojas, de un verde brillante, se fueron secando hasta enmarcar el rostro con una cabellera marrón oscuro. El hombre árbol levantó con dificultad una de sus recién estrenadas piernas, y la sacudió para desprenderse de los terrones de tierra que aún se aferraban a sus pies. Dio un primer paso, y después otro. Y poco a poco, paso tras paso, fue aumentando la velocidad hasta que acabó corriendo por el bosque, esquivando al resto de árboles, inmóviles como él lo había sido. Rodó por la hierba, acarició a las ardillas que correteaban a su alrededor y metió los pies en el agua del lago. Por fin había conseguido su sueño. Salió corriendo del bosque, pues ya estaba cansado de vivir allí. Fue a la ciudad, ansíaba vivir con el resto de las personas. Y tras poco tiempo, se casó, tuvo hijos y fundó una sociedad ecologista. Vivió, como siempre había querido, siendo humano.
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Invierno (1573), Giuseppe Arcimboldo, Museo del Louvre, París. |
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